jueves, 29 de mayo de 2008

LA GOTA QUE COLMA EL VASO



Yo seré como seré, pero me gusta llamar al pan pan y al vino vino. Sí, sí, sé que ahora está de moda llamar al pan Juanbautista y al vino a los que tienen las pestañas blancas, pero yo soy de la vieja escuela. De los Maristas, sin ir más lejos. Allí me dieron la exquisita educación de la que hago gala en las recepciones a las que, debido a la importancia de mi cargo me invitan día sí día también. Y ésa es la razón por lo cual se me caducan siempre los danones en la nevera.

Todo esto viene a colación porque de alguna forma tenía que empezar el escrito y porque mi forma de ser me ha traído más de un sinsabor o como algunos lo llaman, más de una cervezasinalcohol.

Todo esto viene a colación porque con algo tengo que rellenar los segundos párrafos, que son los que peor se me dan y porque así puedo explicarles que estos días he estado más liado que la conciencia de Santi Santamaría.

Todo comenzó una fría y lluviosa noche de invierno, hace dos semanas. Estaba yo practicando una voltereta hacia atrás para mantenerme en forma cuando de pronto una llamada telefónica turbó mi concentración.

Benito, mi mayordomo, me dijo que era una señora, que quería hablar conmigo.

- Pues que me llame- le respondí.
- Eso ha hecho, señor. Lo que pasa es que contesto yo porque soy el mayordomo. Pero el teléfono es suyo.
- Y cuando quieren hablar contigo, ¿dónde llaman?
- A mi teléfono.
- Entonces, siempre que llaman a este, ¿es para mí?
- Sí, señor, aquí no vive nadie más.
- Está bien, puedes retirarte. Te haremos un partido de homenaje.
- Gracias señor. Aquí tiene el teléfono.
- ¿Dígame?
- ¿Señor?
- ¿Sí?
- Que eso no es el teléfono. Es mi mano. El teléfono está en la otra mano.
- Benito, me lías. ¿Hola? ¿Hola? Vaya, han colgado.

Ésa fue la gota que colmó el vaso.

Que alguien se atreva a molestar a una persona de mi importancia y luego cuelgue el teléfono como si tal cosa me irritó tanto que se me puso la cara roja. ¿Y si estaba pensando en algo? ¿Y si me hallaba a sólo unos instantes de resolver un caso?

La gente no tiene ningún respeto por nada. Ya no tenemos valores como los de antes. Como los que nos enseñaban en los Maristas, sin ir más lejos. Allí nos decían que si llamabas a alguien, tenía que ser por algo. Y que no se cuelga a la gente. Salvo que hayan pecado. Entonces sí, a esos malditos pecadores sí que se les puede colgar, sin dejarse llevar por la indulgencia. Si por ninguna otra palabra rara. Porque se empieza con un pecado pequeño, como matar a un señor bajito. Y se sigue por matar a un equipo de voleibol o plantear un referéndum para la independencia, y luego otro pecado, y otro y otro y ya es un no parar. Incluso se comenta que ha habido gente que no ha honrado a su padre y a su madre o que ha utilizado el nombre de dios en vano. Y ésa sí que es la gota que colma el vaso. Por eso yo cuando llamo a alguien, nunca cuelgo. Por eso y porque no tengo teléfono. Uso el de Benito, mi mayordomo, al que aprovecho para saludar.

Hola Benito. Esta noche sí que iré a cenar.

P.D. Por lo demás, todo bien.

jueves, 15 de mayo de 2008

Un poco de poesía

LA RESIDENCIA
(Extracto del capítulo del libro "Al final me muero. Mis memorias" escrito por el poeta Marcelo de Andrade, miembro poco conocido de la generación del 27)


Los años que pasé en la Residencia de Estudiantes fueron maravillosos. Sin duda, los mejores de mi vida. Entrar en ella fue difícil a causa a lo raquítico de mi historial académico anterior. Y no crean ustedes que ello se debió a que no estaba capacitado para las altas calificaciones. La razón fundamental de mi poca dedicación al estudio en mis mozos años fue que siempre pensé que entre un libro abierto y una bella mujer en la misma posición la segunda era preferible. Por decirlo de un modo más épico, seguir fiel a mis ideales repercutió negativamente en mis notas.

En fin, que con un cinco raspado de media en mis anteriores estudios pude entrar en la Residencia de Estudiantes, pero de F.P., situada justo al lado de la famosa, a la que accedía a la hora del recreo siempre que podía, pues allí se acercaban mozas en busca de algún eminente hombre de letras que le regalase los oídos con fermosos poemas.

A mí eso de la poesía siempre había parecido, hablando en plata, una mariconada de mucho cuidado. Pero uno es muy hombre y como tal, hace lo que sea por llevarse al catre una buena compañera. Para poder perfeccionar mi técnica con la pluma híceme amigo de Federico, que con garbo y salero me enseñó a rimar en el lago en el que pasábamos largas tardes. Al menos, a mí así me lo parecían, pues tengo miedo al agua y el vaivén de la barquita me producía vómitos. Pero era un esfuerzo que debía hacer por poderle echar a una muchacha unos versos como Dios manda. Bajo el amparo del granadino hice mi primer poema: "Mi vida sexual".

Sin saberlo, inventé el surrealismo.

Mi segundo poema fue un soneto dedicado a la sordera que titulé, con el gracejo que me caracteriza, "Sonetone". Y ahí empezó todo. A Federico y a mí se nos unieron Aleixandre, Dámaso, Alberti y otros artistas como Dalí, Buñuel, Picasso y Baremboin, que se fue distanciando del grupo porque tenía que volver cada día a su casa de Buenos Aires y quieras que no, uno no encuentra tiempo para quedar con los amigos. Si a eso le sumamos que aún no había nacido y que siempre que decía su apellido nos partíamos de risa, no es extraño que numerosos estudiosos hayan decidido no incluirlo en "Los Araña", que es como nos queríamos llamar nosotros en realidad y que fue cambiado por el de "Generación del 27", un nombre más comercial, por expreso mandato las editoriales de poesía que ya entonces ejercían su poder mediático con el que hoy dominan al mundo.

Fueron, sin duda, tiempos irrepetibles que la guerra seccionó en dos mitades a causa de una estúpida batalla fraternal que bla bla bla, pero que la historia volvió a poner en su lugar, aunque sólo en parte.

Y lo digo (sin rencor, pero lo digo) porque yo nunca tuve el reconocimiento del público, salvo cuando estuve a punto de entrar en la Real Academia de la Lengua y ocupar el sillón "ç minúscula cursiva". Por desgracia, me reconocieron y me echaron de una patada en salva sea la parte.

De cómo sobreviví desde aquel momento escribiendo libros para una presentadora de televisión es algo que podrán leer en el próximo capítulo.

lunes, 5 de mayo de 2008

MAYO DEL 68




Si bien mi aspecto actual indica que soy un hombre maduro al que el paso del tiempo no le ha restado ni un ápice de su atractivo o un niño con una severa enfermedad degenerativa que le hace parecer un hombre maduro al que el paso del tiempo no le ha restado ni un ápice de su atractivo, deben ustedes saber, queridos lectores y lectoras también queridas, que aquí donde me leen, yo he sido joven.

Pero no se confundan, amigos. No hablo de juventud como la entendemos ahora: seres unicelulares, con los pantalones medio bajados y pechos operados, practicantes de un excesivo culto al cuerpo y culpables del total abandono de sus capacidades intelectuales, con la única preocupación que encontrar a algún otro ser de su misma edad para, si es del sexo contrario, practicar el coito y si es del mismo, darse de golpes y/o practicar el coito.

No señora, los jóvenes de ahora no son como los de antes. Nosotros teníamos ideales bellos, nobles, universales, eternos. Admito que el fin último también era la práctica indiscriminada del coito, pero no me negarán ustedes que había maneras y maneras.

Retrocedan ustedes conmigo en el tiempo. Barcelona, mayo del 68. Tanto el Capitán Rumikel como yo éramos ya por aquéllos tiempos, unos líderes. Nuestro campo de actuación eran las aulas. Nos reuníamos los estudiantes de filosofía, literatura, historia, filología, derecho y nosotros, que en aquel entonces estábamos tratando de sacarnos el carnet de conducir B1.

El capitán vestía a la moda de entonces: no le faltaban las largas melenas, las patillas, los chalecos, las camisas floreadas y los pantalones de campana. En cambio, servidor, como siempre he sido una persona con estilo propio y no me dejaba influenciar por las masas, iba vestido con un tutú de ballet, sombrero de copa, lanza grecorromana, adusta mirada, bigote zapatista y una falda pantalón que, modestia aparte, me quedaba fetén fetén.

Pronto nos hicimos famosos en los círculos intelectuales por nuestras ideas revolucionarias. Por ejemplo, propusimos que en vez de correr delante de los grises, lo hiciésemos detrás de ellos, y que cuando se girasen, nos escondiésemos detrás de los árboles, para desorientarlos. Otra de nuestras aportaciones tenía que ver con una nueva concepción del amor libre, pero fue rechazada por estar demasiado adelantada a su tiempo y porque las mujeres no se atrevieron a dar el paso con la excusa de que “eso te lo va a hacer tu señora madre, listo de los cojones”. Estaba claro, España aún no estaba preparada para nuestras preclaras mentes.

Y esa fue la razón para que marcháramos a París, en busca de La Sorbona. Qué sorpresa nos llevamos cuando descubrimos que era una Universidad. Allí nos dejamos imbuir del pensamiento que estaba dando un giro copernicano a la historia contemporánea: leímos a Sartre, escuchamos a Bressons, vimos las obras de Godard… y nos decidimos: teníamos que aprender francés.

En aquel entonces, París era una fiesta. Recuerdo una noche, el Montparnasse, habíamos bebido más absenta de la cuenta. Brigitte Bardot acariciaba la entrepierna del capitán, pensando que era una foca. Yo, en cambio, hablaba con Picasso sobre el cubismo, el surrealismo y el puntillismo. En cambio, él se empeñaba en hablar de pintura. En eso vino Heminway y preguntó por Ezra Pound. “Se ha ido con Scott Fitgerarld, papá pitufo”, le dije yo. Me levanté dejando a Pablo con la palabra en la boca (eran tiempos de carestía, apenas teníamos para comer) y me fui andando por la orilla del Sena, acompañado de Carla Bruni, que ya por aquel entonces me parecía una buscona. De pronto, sin saber por qué, llegué a la plaza de Tian’anmen. Frente a mí, un tanque trataba de sofocar unas revueltas estudiantiles que protestaban porque los libros de texto estaban en chino, lo cual provocaba un alto porcentaje de fracaso escolar fuera de China. Cuando me di la vuelta, descubrí que estaba solo: ni Carla, ni Pablo, ni Proust, ni Camus, ni Ismael Serrano, ni Aznavour, ni Hinault… ninguno de los líderes de la revolución juvenil se atrevió a llegar donde llegué yo. De un puntapié rompí el tanque y fundé el movimiento punk.

Mientras tanto, el capitán había dado buena cuenta de Brigitte Bardot y se encontraba en plena discusión ideológica con un jovencito idealista y utópico llamado Jean Marie Le Pen. Tras aquella charla, cambió su opinión acerca de los extranjeros.

Cuando el capitán y yo cruzamos las miradas, un cóctel molotov sobrevoló nuestras cabezas. Algunas porras aterrizaron sobre las espaldas de nuestros camaradas. Con lágrimas en los ojos provocadas por la emoción y por el gas mostaza, entendimos que nuestra primera misión había concluido. Volvimos a España, que vivía los últimos estertores del franquismo.

Junto con unos amigos de las barricadas, nos hicimos cantautores, formando un grupo al que la historia puso luego en el lugar que merecía. Nos llamamos, en honor a nuestra juventud, Mocedades. Luego, problemas intestinos y la mala asunción de la fama por parte del resto del grupo nos obligaron a separarnos e irnos con la música a otra parte, creando ambos el prestigioso grupo “Sergio y Estíbaliz”, en homenaje a la canción de Jim Morrison “Riders in the Storm”. Nuestro sonido revolucionó de nuevo el espectro sonoro patrio.

La muerte del dictador, la aparición de los tocadiscos sonoros, la pérdida de las cuerdas vocales por parte del capitán en el casino de Torrelodones y la tristeza que supuso en mí descubrimiento de que la guitarra se tocaba por la parte de los seis hilitos nos llevó a dejar de lado la música y a buscar nuevos retos que nos permitiesen una vida más holgada.

Entonces, imbuidos por nuestras ideas anarco-comunistas, fundamos Alianza Popular junto a un amigo que conocimos en la playa de Palomares.

Y lo que pasó entonces, es la historia que ya todo el mundo conoce…