Dedicado a todos los que dicen cloqueta. O cocleta. O rizando el rizo, clocleta.
A pesar del pertinaz pánico que me dan las medusas de biblioteca, decidí zambullirme en la historia y bucear entre los voluminosos y antiquísimos libros que pueblan mi librería estilo Luis XVI para descubrir el verdadero origen de la croqueta, ese pequeño objeto de deseo que ocupa, admitámoslo, un privilegiado lugar en nuestros corazones.
Dejadme que proceda a contaros qué descubrí, pues tiene su miga.
Y empezaré diciendo que todo comenzó gracias al afán de James Croquet, un inventor del siglo XVIII que nació en Segovia en 1578 pero que vivió gran parte de su vida en un pueblecito de los alrededores de París, donde llegó dando una vuelta y se quedó por miedo a volver de noche.
El objetivo de James Croquet siempre fue dar con el invento que le lanzara a la posteridad, y en ello trabajó noche y día, sin descanso, desoyendo los consejos de sus amistades y familiares, que llegaron a pensar que James había enloquecido cuando lo escucharon tararear canciones de Astrud, a quienes dios tenga pronto en su gloria.
Pero un buen día Mr. Croquet salió de su habitación con una fiambrera en las manos y una sonrisa de oreja a oreja que evidenciaba que su trabajo había dado sus frutos. Raudo y veloz montó en su bicicleta y pedaleó como nunca lo había hecho para ir a la oficina de registros y patentes. En vista de que no avanzaba, pedaleó como siempre lo había hecho y bien fuera por las leyes de la dinámica, bien fuera por las de la tradición, llegó mucho antes a su destino.
Con los ojos llorosos por la grandeza del momento, le dijo al encargado:
- Sebastián, lo he conseguido. He inventado la croqueta.
- ¡No jodas! ¿A ver, a ver?
Y James abrió la fiambrera para mostrar al mundo su proeza y, de paso, para que el tal Sebastián certificara su paso a los anales de la historia.
- Ejem, Señor Croquet, con todos mis respetos, esto no puedo patentarlo como la croqueta. Me temo que lo que tiene en la fiambrera ya ha sido inventado antes.
- ¡Pardiez! ¡Mal parto me raya, o como se diga!- contestó iracundo el inventor frustrado - ¿Y cómo se llama el invento, si puede saberse?
- Bocadillo de calamares. Fue inventado en Madrid, y está compuesto por pan, un poco de aceite, calamares a la romana y, para los paladares más exquisitos, mayonesa.
- En efecto, la fórmula es la misma, diantres. Márchome para casa, ya que un simple obstáculo no bastará para vencer mis ansias de fama.
Y tras soltar esta frase tan pedante, emprendió el trayecto de vuelta al hogar, haciendo un alto en el camino para zamparse el bocadillo de calamares, ya que el hecho de que estuviese inventado no era óbice ni cortapisa para que no pudiera ser deglutido como mandan los cánones.
Cumpliendo su propio vaticinio, no sucumbió al desánimo nuestro hombre. Volvió al cabo de un tiempo a la oficina con el prototipo de la nueva croqueta, pero otra vez se le habían adelantado. Fue el segundo en inventar el gazpacho.
Y lo mismo le sucedió con la natilla de chocolate, el higo chumbo, la broca del 15, el gim for 8, el punto de libro con frases de Tagore, la mortadela con trocitos de oliva, la gominola en forma de botella de coca cola, el azulejo con la inscripción dios bendiga cada rincón de esta casa y la melodía de Aserejé para el móvil, que además de copiada, era estúpida porque la invención de las Ketchup no llegaría hasta muchos años después.
Desgraciadamente, apuntillo con musicalidad.
Llegados a este punto, no peco de soez si digo que nuestro común amigo estaba, como se dice en los círculos más modernos, hasta los mismísimos cataplines. Así que decidió darse una última oportunidad. Inventaría una última cosa, y si estaba ya inventada, se dedicaría a la escritura de libros de Ana Rosa Quintana, ocupación en la que no importa si copias, como todos ustedes, excelsos lectores, saben perfectamente.
Ni corto ni perezoso se volvió a recluir en su habitación y entre ollas, sartenes e ingredientes varios se puso a cocinar lo que sería, de una vez por todas, la croqueta. Tres días después, tenía algo. Pero esta vez quiso asegurarse de que no la cagaba, ya que había notado en Sebastián cierto recochineo en sus últimas visitas.
Por tanto, llamó a su mujer y le enseñó su postrera versión de la croqueta.
- James, querido, te quiero mucho, pero déjame que te haga una pregunta.
- Di, querida mía.
- ¿Tú eres tonto?
- ¿Por?
- Pues zopenco, esto que has inventado se llama puchero. O cocido, según ubicación geográfica. Eres menos original que Ana Rosa Quintana- contestó su mujer, poco delicada y poco enterada de que yo había utilizado ya a la presentadora para hacer un chiste unas cuantas líneas antes, con lo cual, la poca gracia que tenía se fue por el desagüe.
- ¿Y ahora qué hago yo con esto?
- ¿A mí qué me cuentas? – contestó jocosa- Si te parece, ja, ja, lo que sobra lo aplastas todo, haces pelotitas, las recubres de pan rallado, las fríes en aceite y te las comes…
A pesar del pertinaz pánico que me dan las medusas de biblioteca, decidí zambullirme en la historia y bucear entre los voluminosos y antiquísimos libros que pueblan mi librería estilo Luis XVI para descubrir el verdadero origen de la croqueta, ese pequeño objeto de deseo que ocupa, admitámoslo, un privilegiado lugar en nuestros corazones.
Dejadme que proceda a contaros qué descubrí, pues tiene su miga.
Y empezaré diciendo que todo comenzó gracias al afán de James Croquet, un inventor del siglo XVIII que nació en Segovia en 1578 pero que vivió gran parte de su vida en un pueblecito de los alrededores de París, donde llegó dando una vuelta y se quedó por miedo a volver de noche.
El objetivo de James Croquet siempre fue dar con el invento que le lanzara a la posteridad, y en ello trabajó noche y día, sin descanso, desoyendo los consejos de sus amistades y familiares, que llegaron a pensar que James había enloquecido cuando lo escucharon tararear canciones de Astrud, a quienes dios tenga pronto en su gloria.
Pero un buen día Mr. Croquet salió de su habitación con una fiambrera en las manos y una sonrisa de oreja a oreja que evidenciaba que su trabajo había dado sus frutos. Raudo y veloz montó en su bicicleta y pedaleó como nunca lo había hecho para ir a la oficina de registros y patentes. En vista de que no avanzaba, pedaleó como siempre lo había hecho y bien fuera por las leyes de la dinámica, bien fuera por las de la tradición, llegó mucho antes a su destino.
Con los ojos llorosos por la grandeza del momento, le dijo al encargado:
- Sebastián, lo he conseguido. He inventado la croqueta.
- ¡No jodas! ¿A ver, a ver?
Y James abrió la fiambrera para mostrar al mundo su proeza y, de paso, para que el tal Sebastián certificara su paso a los anales de la historia.
- Ejem, Señor Croquet, con todos mis respetos, esto no puedo patentarlo como la croqueta. Me temo que lo que tiene en la fiambrera ya ha sido inventado antes.
- ¡Pardiez! ¡Mal parto me raya, o como se diga!- contestó iracundo el inventor frustrado - ¿Y cómo se llama el invento, si puede saberse?
- Bocadillo de calamares. Fue inventado en Madrid, y está compuesto por pan, un poco de aceite, calamares a la romana y, para los paladares más exquisitos, mayonesa.
- En efecto, la fórmula es la misma, diantres. Márchome para casa, ya que un simple obstáculo no bastará para vencer mis ansias de fama.
Y tras soltar esta frase tan pedante, emprendió el trayecto de vuelta al hogar, haciendo un alto en el camino para zamparse el bocadillo de calamares, ya que el hecho de que estuviese inventado no era óbice ni cortapisa para que no pudiera ser deglutido como mandan los cánones.
Cumpliendo su propio vaticinio, no sucumbió al desánimo nuestro hombre. Volvió al cabo de un tiempo a la oficina con el prototipo de la nueva croqueta, pero otra vez se le habían adelantado. Fue el segundo en inventar el gazpacho.
Y lo mismo le sucedió con la natilla de chocolate, el higo chumbo, la broca del 15, el gim for 8, el punto de libro con frases de Tagore, la mortadela con trocitos de oliva, la gominola en forma de botella de coca cola, el azulejo con la inscripción dios bendiga cada rincón de esta casa y la melodía de Aserejé para el móvil, que además de copiada, era estúpida porque la invención de las Ketchup no llegaría hasta muchos años después.
Desgraciadamente, apuntillo con musicalidad.
Llegados a este punto, no peco de soez si digo que nuestro común amigo estaba, como se dice en los círculos más modernos, hasta los mismísimos cataplines. Así que decidió darse una última oportunidad. Inventaría una última cosa, y si estaba ya inventada, se dedicaría a la escritura de libros de Ana Rosa Quintana, ocupación en la que no importa si copias, como todos ustedes, excelsos lectores, saben perfectamente.
Ni corto ni perezoso se volvió a recluir en su habitación y entre ollas, sartenes e ingredientes varios se puso a cocinar lo que sería, de una vez por todas, la croqueta. Tres días después, tenía algo. Pero esta vez quiso asegurarse de que no la cagaba, ya que había notado en Sebastián cierto recochineo en sus últimas visitas.
Por tanto, llamó a su mujer y le enseñó su postrera versión de la croqueta.
- James, querido, te quiero mucho, pero déjame que te haga una pregunta.
- Di, querida mía.
- ¿Tú eres tonto?
- ¿Por?
- Pues zopenco, esto que has inventado se llama puchero. O cocido, según ubicación geográfica. Eres menos original que Ana Rosa Quintana- contestó su mujer, poco delicada y poco enterada de que yo había utilizado ya a la presentadora para hacer un chiste unas cuantas líneas antes, con lo cual, la poca gracia que tenía se fue por el desagüe.
- ¿Y ahora qué hago yo con esto?
- ¿A mí qué me cuentas? – contestó jocosa- Si te parece, ja, ja, lo que sobra lo aplastas todo, haces pelotitas, las recubres de pan rallado, las fríes en aceite y te las comes…
Y venga, va, bájate a cenar, que empieza el fútbol.
(Este espacio en blanco denota momentos de tensión creativa…)
- ¡Ah carambos! (James Croquet hubiese dicho eureka, pero le daba la sensación de que ya alguien lo había dicho antes)
Y así, de esta forma tan imbécil, se inventó la croqueta, como quien no quiere la cosa. Y aquí estoy yo, un humilde escriba, rebuscando entre legajos aceitosos para perpetuar el nombre de James Croquet, a quien también se le conoce por su última frase antes de morir apalizado por su mujer cuando lo encontró en brazos del equipo femenino sueco de voleibol:
- Tiran más dos croquetas, que dos carretas.
Bon profit.
9 comentarios:
De verdad ... para cuando el libro?!?
Annita Consorte, una de vuestras últimas fans!!
mmmmmmmmmmmmm ... croquetaaaasss
jaja
ñam!
croquetas!
me encantan tus historias
jeje
¿Y qué ocurre cuando en un intento de bailar Rock&Roll parece que se está bailando Salsa?
Para las croquetas, la respuesta correcta es: "Rolling&Salsing"
C.
Aunque el tema no tenga nada que ver con el post, puesto que se pone en duda la habilidad bailamentística del Kapitan RMK, me veo en la obligación de contestar a la srta. C. que aúnque se esconda tras la inicial se le ve el plumero a leguas...
O mejor, creo que ya tenemos tema para el nuevo post, que te parece Vicente, ilustras a esta joven C. en el arte del saber bailar y le cuentas el porqué y el origen de nuestro ancestral baile? Hop, hop! a mí las galeras!
(por cierto, hay nuevas fotos en el flickr...)
A la espera de vuestra próxima ilustración.
srta. C
Apoyo al Kapitán y a su característico "rock n' roll despiste"!
Ñañañ ña Ñañañañ a ñ ña ñañaññaña "ñaña ñ'ñaña ñañañaña"!
srta. C
Larga vida a James!
Por otro lado siguiendo con la discusión del rock y la salsa, decir que yo soy más de Charleston...
Y es todavía peor la gente que en un intento de bailar salsa, se mueve como un rockero... Patetico!
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