viernes, 14 de noviembre de 2008

El capitán en su minimundo (vol 1)



Ahora que las obligaciones laborales son inferiores voy a tratar de resumirles a ustedes una de las más importantes cuitas que les han acechado durante este tiempo que llevamos en el aire. Muchos de nuestros lectores, al cruzarse conmigo me solicitan que dé más datos acerca de la persona que me acompaña en mis peligrosísimas misiones que suelen consistir, por lo general, en salvar al mundo de rufianes ineptos que pretenden subyugar a la humanidad. Rutina, vamos.

Bien, comenzaré diciendo que el Capitán Rumikel nació en 1954 en el seno de una familia muy acomodada. Tan acomodada que no le cortaron el cordón umbilical por no levantarse. Su infancia fue feliz, y nos equivocamos si decimos que la pasó jugando. De hecho, a los 6 años se escondió tras un árbol para que no lo pillaran en el escondite y ahí estuvo con la mano en la boca para contener la risa hasta 1975, cuando lo llamaron a filas.

Para evitar la mili decidió enrolarse en la marina, creyendo, infeliz, que enrolarse tenía otro significado más picante y sobre todo, que la marina era la vecina que iba tan escotada al mercado.

Ya que estaba vestido de marinero, tomó la comunión y se embarcó en el portaaviones "¿Y por qué no van volando?", donde comenzó su exitosa carrera militar. Su mayor logro, por el que fue ascendido directamente de grumete a Capitán ocurrió durante una maniobra. El joven Rumikel estaba al mando de un timón de juguete que le habían dado para que no incordiara cuando tropezó y cayó sobre el timonel de verdad, que viró a estribor, con tan mala (buena) suerte que atropelló a David Meca, que en ese momento intentaba hacer una de sus peripecias que tanto interesan a todo el mundo (risas).

Recibido como un héroe y noticia en todos los periódicos serios y en La Razón, el Capitán Rumikel pasó a la reserva. Tras varios años en barrica de roble a temperatura ideal, fue embotellado en un tetra brick de don Simón que yo compré en una tienda de delicatessen porque soy un sibarita, pero también tengo una gran capacidad de ahorro.

Lo recluté para una de mis primeras misiones en la organización: quitarle la peluca a Carrillo. Mi anterior ayudante, el gran Massimoangello García había errado las anteriores 56 veces, no porque Carrillo fuese especialmente escurridizo, sino porque Massimoangello no sabía quién era el líder comunista y trataba de arrancarle el pelo a cualquiera que veía fumando Ducados.

El capitán no necesitó más de 15 intentos y tanto mis superiores como yo decidimos que había llegado el momento de hacerlo fijo. Y por eso probamos con él el rayo paralizante que tan mal nos había funcionado con Michael J. Fox. Tras trabajar como adorno en mi despacho 5 años consideré que era el momento de lanzarlo de nuevo a las calles. Sin embargo, siempre me lo devolvían. Así que no tuvimos más remedio que meterlo en nómina, desparalizarlo y enseñarle todo lo que sabía sobre la profesión.

Cinco minutos después comenzaba la historia de uno de los dúos detectivescos que más páginas de gloria ha dado a la investigación privada.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Crisis. Crisis. Crisis.



No quería tocar el tema, lo prometo, llevo tiempo intentando evadirlo pero finalmente he sucumbido a la tentación. La razón, muy sencilla: la crisis nos ha dado de pleno.

Estaba yo el otro día escuchando el último disco de Jarabe de Palo para ver si me aprendo algún estribillo cuando recibí una llamada en mi nuevo I-zapatophone. Era El Jefe (sí, sí, incluso yo tengo jefe) y quería verme. Así que subí en mi helicóptero y me dirigí al cuartel general secreto. Al llegar, intuí leyendo entre líneas en las palabras de su secretaria que no me esperaban buenas noticias:

- Pasa, pasa, que se te va a caer el pelo, mangarrán.

Sí, sé que he dicho que leí entre líneas y en esta frase sólo hay una, pero mis años detectivescos me dan para eso y para mucho más. Tampoco mucho más, pero algo sí. Sinceramente, me dan para eso y gracias. ¿Puedo ya seguir con el relato o van a estar cuestionándose mis palabras todo el día?

Gracias.

Cuando entré, El Jefe me esperaba con los pies encima de la mesa. De hecho, todo él estaba encima de la mesa. En su cuello llevaba una soga que colgaba desde el techo y trataba infructuosamente de quedarse suspendido en el aire con unos saltitos bastante ridículos, por cierto, para un hombre de su edad.

- ¿Me llamaba, Jefe?
- Hombre, Vicente, pase, pase. Me pilla ocupado, ya ve, pero lo dejaré para luego, no quiero que la última cosa que vean mis ojos sea usted.
- Pues usted dirá. Si me llama por los caramelos de la entrada que faltan, puedo explicarlo...
- No, no, los caramelos son lo de menos. Le llamo porque como usted sabe, el país, el mundo entero, anda envuelto en una crisis galopante.
- Algo he oído, por culpa de un tal Obama o nosequé. La verdad, sólo tengo sintonizado el Canal Teletienda y ahí los informativos no son muy exhaustivos.
- Bien. Pues la crisis nos ha afectado a nosotros. Y hemos tenido que tomar algunas medidas. Desde las más altas esferas de la organización se me ha pedido que le haga saber el descontento con usted debido a lo elevado de sus gastos, algunos de los cuales nos parecen fácilmente evitables.
- Pues me pilla en offside, porque mi vida siempre se ha regido por la austeridad, la no ostentación y el forofismo del Recreativo de Huelva.
- Mire Vicente, para ir al grano: debe tomar una decisión. O prescinde de su mansión en Aspen, o de los servicios de su mayordomo Benito, o del bolígrafo de 10 colores, o del capitán Rumikel.
- ¿El capitán? ¡Pero si él no cobra! Le recuerdo que trabaja día y noche a cambio de que le invitemos a un café de vez en cuando.
- Lo sé, lo sé. Pero se pone tanto azúcar en el café que hace tiempo que dejó de ser rentable.


Maldita sea, estaba en un verdadero aprieto. Tenía que tomar una decisión y no quería equivocarme. Así que repasé mentalmente los pros y los contras mientras físicamente bailaba una polca para entretener al Jefe. Por un lado estaba la casa de Aspen. Sí, me queda un poco lejos para ir y venir cada día, pero me gusta vivir en un lugar con un nombre que se preste a hacer gracietas como "¡Que me aspen si este no es un gran sitio para vivir!" o "¿Aspen sado lo bien que se vive aquí?" Así que no podía prescindir de ella.

Por otro lado, Benito, mi fiel mayordomo. Sin él nada sería lo mismo. Sólo de imaginarme una vida levantándome solo, haciéndome el desayuno yo mismo, duchándome yo, vistiéndome yo solo, defecando sin compañía, sin nadie que me pase las hojas del periódico ni que pasee a mi perro, sin nadie que llame a mis amigos y vaya a tomar cervezas con ellos en mi lugar, sin nadie que pague mis impuestos o que me cuente un cuento cada noche, se me pone la piel de gallina. Pero sin plumas.

En tercer lugar está mi bolígrafo de 10 colores. 10 colores. Con eso está todo dicho. Uno no ha llegado hasta donde ha llegado por casualidad. Quizás han tenido algo que ver mis informes a todo color con dibujitos, corazones en vez de puntos sobre las íes y arcos iris (o arcos írises, como se escriba) en los encabezamientos.

Y por último estaba el capitán. Mi capitán. Alguien a quien conozco desde niños. Los dos crecimos juntos en el orfanato al que me llevaban mis padres todas las mañanas. Habíamos vivido juntos una vida y ahora la maldita crisis trababa de separarnos.

Decidí llamarle:

- ¿Hola?
- Hola capitán, soy Vicente. Quiero hacerte unas preguntas.
- Desembucha.
- ¿Tiene algún sentido decir "que me rumikelen si no da gusto vivir aquí"?
- No.
- ¿Tú serías capaz de despertarme, hacerme el desayuno, ducharme, vestirme, acompañarme mientras defeco, pasarme las hojas del periódico, pasear a mi perro, ir a tomar cervezas con mis amigos, pagar mis impuestos y contarme un cuento cada noche?
- Lo de las cervezas sí. Lo otro, la llevas clara.
- Lo suponía. Una última pregunta: ¿sabes escribir a 10 colores?
- ¿Tú estás tonto o qué? ¿Para preguntarme todo esto me has llamado justo cuando en la tele dan la repetición de los mejores momentos de la misa de los domingos? ¡Enga hombre!
- Alea Jacta Est.
- Tu padre, por si acaso.

Unos minutos después salía del despacho de El Jefe con mi boli de 10 colores en el bolsillo, preparado para irme a Aspen, donde me esperaba Benito con la cena preparada. Al entrar en el ascensor para encaminarme al helipuerto de la azotea, un joven delgado con largos brazos, pelo corto, ojos azules y la camisa llena de logotipos de plátano de canarias se metió en el cubículo con el tiempo justo para que las puertas no le seccionasen ninguna extremidad.

- ¿Es usted Vicente?
- El mismo. ¿Y usted? ¿Le conozco? Su cara me suena.
- Soy David, su nuevo ayudante. Me mandan a sustituir al capitán Rumikel.
- ¿David?¿David Meca?
- Sí. La crisis, ya sabe, me ha obligado a aceptar este trabajo. Ya hemos llegado. ¿Este helicóptero es suyo?
- Sí, sí. Oye David, una cosa.
- Dígame.
- ¿A que no eres capaz de bajar y subir todas las escaleras del edificio en menos de dos minutos?
- Pero si son 56 plantas.
- ¡Va que te cronometro!
- ¡¡¡¡Vooooy!!!!

Y allá que se fue David. Desde el cielo, mientras el edificio donde has trabajado tanto tiempo se hace pequeño, piensas quién llegará antes abajo, o David o el boli de 10 colores que en estos momentos atraviesa nubes buscando el duro acero. Bien mirado, Benito ya es mayor y puede rehacer su vida en el gratificante mundo del cuero sadomaso. ¿Y quién quiere vivir en Aspen cuando tiene una casita la mar de mona en Vic?

Lo único malo es que la casa es del capitán. Pero él comprenderá que hay que hacer alguna concesión para llevar adelante mi nueva empresa de investigación detectivesca en la que él es el segundo de abordo.

Eso sí, ahora cobra en sacarina.

Por la crisis, claro.

La crisis...